martes, 6 de noviembre de 2012

La Voz de la Iglesia: la muerte

Hoy tocamos un tema que, para bien o mal, nos va a tocar a todos. Si yo hoy dijera a uno nuestros lectores, oye, ¿tú sabes que te vas a morir? Podría reírse o enfadarse conmigo, pero es algo real: todos nos vamos a morir, el problema es que muchas veces vivimos como si fuéramos inmortales.

Pero para los cristianos la muerte en sí no es ningún tema, la muerte para nosotros es la puerta, y lo importante es lo que hay detrás: la vida eterna. Es como si a un niño le llevamos al circo y le decimos: mira, ésta es la puerta del circo, hala, vámonos otra vez a casa. El niño te dirá que no se vuelve a casa, porque la puerta del circo no le interesa, lo que le gusta es lo que hay detrás de esa puerta.

Es verdad que la muerte ha dado mucho de qué hablar: desde Cicerón, que afirmaba que la vida era un ‘meditar’ para la muerte, o incluso como decía Heidegger: somos para la muerte. Pero, ¿y si la tomamos como San Francisco de Asís, como la ‘Hermana Muerte’? El Catecismo, a partir de los puntos 1010, aproximadamente, reconoce que gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un carácter positivo, pero reconoce también uno negativo (recordemos que hasta el mismo Jesús lloró ante la muerte de su amigo Lázaro). El cristiano no niega ese sentido negativo, es un drama para toda persona en cuanto que es una separación del cuerpo.

Pero los cristianos podemos emplear la muerte como un mirador, podemos mirar nuestra vida desde la muerte y hacernos algunas preguntas: ¿qué busco en esta vida? porque, ya hemos dicho antes, a veces vivimos como si fuéramos inmortales, pero no es verdad. Todo acaba, todo: los títulos, los trabajos, los cargos, el prestigio... Podemos recordar ese
pasaje que recogía el Evangelio de Lucas y en el que el Señor decía: "Insensato, esta noche te van a reclamar la vida, lo que tienes preparado, ¿para quién va a ser?". O el famoso pasaje de Mateo de las aves del campo: "Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? "

Y es que, ¿qué busco yo en esta vida? ¿Que todos me reconozcan, ganar tres mil euros al mes, no sufrir? Pues más nos vale buscar el reino de Dios y su justicia. ¿Para que vamos a atesorar? Mejor atesorar tesoros en el cielo, porque es lo único que vale y porque allí no existe la crisis económica, así que cuándo tengamos la ocasión de enviar algo al cielo, ¡enviémoslo! Allí todo se revaloriza y sí que dura para siempre.

También podemos hacer otra pregunta: ¿qué me preocupa hoy? Y volvemos a Mateo: "no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma, temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehena". ¿A quién debo temer? Pues a quien pueda robarnos a Dios de nuestra alma, nada más, todo lo demás es relativo. Dependiendo de cuáles sean mis preocupaciones, sabré qué llena mi vida y mi corazón.

Una última pregunta que nos podemos hacer esta noche es: ¿qué significa para mí vivir y qué significa morir? San Pablo decía: "para mí, vivir es Cristo y una ganancia el morir". Pero también continuaba: "pero si el vivir en la carne me supone trabajar con fruto un beneficio, entonces no sé qué escoger". No nos dice que todos nos muramos, sino que San Pablo se entrega plenamente a l voluntad del Señor. Así, si el Señor quería que siguiese dando su vida por la Iglesia, pues a seguir viviendo.

Si retomamos a San Francisco, ¿vivo con la hermana muerte? ¿Vivo con la presencia del hecho de la muerte? No hay que pensar todos los días sin parar en la muerte, pero es un acontecimiento que no se debe olvidar. La Iglesia nos anima a amar la vida con intensidad, sí, porque Dios ha querido que esta vida sea un momento intenso, un momento de gracia para nosotros en el que nos podemos labrar el destino eterno, pero también con desapego, es un amar para que todo sea llevado hacia Dios, ya que cuándo tenemos puesta nuestra esperanza en este mundo, de alguna manera no amamos a Dios sobre todas las cosas.

Junto a la muerte, de forma inseparable es la cuestión de la vida eterna, una vida que nos ha ganado Cristo. Y es que el cielo comienza en esta vida viviendo con Jesucristo: es cierto que tenemos muchas dificultades para tener plena comunión con Cristo aquí, pero ¿qué es el cielo si no vivir en gracia con el Señor?

Y es que vivir en gracia (vivir en amistad con Dios) es el preámbulo del cielo, por eso no debemos tener miedo: si el cielo es vivir con Cristo, vivir y morir en gracia es una línea de continuidad. Y no sólo eso, sino que tenemos también una antesala del cielo que podemos vivir muy a menudo: la eucaristía.

También podemos meditar sobre la maravilla que significa la
Eucaristía, y preguntarle al Señor ¿cómo la vivimos nosotros?, ¿cómo la vivían los discípulos de Emaús?, o ¿cómo la vivía el obispo Van Thuan, encarcelado? Y ya nos damos cuenta, aunque sólo sea mediante la luz de la razón, de que esto es espectacular, aunque no lo sintamos. Por eso hay que vivir de la Eucaristía. Nuestra vida debería girar en torno a la Eucaristía,

Si no encontramos a Dios en nosotros mismos, qué difícil nos será encontrarlo en otro sitio. El cielo es una comunión de vida, igual que una familia es una comunión de amor. No importa el sitio físico en el que esté, para un matrimonio lo importante no es vivir en esta u otra provincia, en un chalet o en un piso, sino la comunión. De la misma forma, no podemos considerar el cielo como un ‘estado’ físico, como una casita, sino como la comunión con Dios.


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